
“¿Cómo pudo dejar que su hija se perdiera?”. La pregunta, lanzada por desconocidos en medio de la angustia, retumba en la memoria de Jancee Dunn, autora y periodista del New York Times, tras un episodio que marcó su vida.
Mientras buscaba desesperadamente a su hija de tres años, en Nueva York, que se había alejado en un supermercado, Dunn experimentó en carne propia el juicio ajeno, ese impulso automático y casi invisible que, según expertos consultados por The New York Times, todos ejercen a diario.
La historia de Dunn ilustra cómo el juicio puede surgir en los momentos más vulnerables. Tras perder de vista a su hija y recorrer las calles durante veinte minutos, la autora recibió tanto ayuda como reproches de quienes la rodeaban.
Cuando finalmente encontró a la niña, que había caminado sola siete manzanas, hasta su casa, Dunn se prometió no volver a juzgar a nadie. “Eso, por supuesto, no duró mucho”, reconoce en su relato.
La experiencia, aunque extrema, refleja una realidad cotidiana: las personas emiten juicios constantemente, muchas veces sin darse cuenta.
Dunn admite que, pese a su propósito, volvió a caer en el hábito de evaluar a otros, un reflejo que, según los especialistas, está profundamente arraigado en el funcionamiento del cerebro humano.

La rapidez con la que las personas juzgan a los demás tiene una base científica. Piercarlo Valdesolo, director del Moral Emotions and Trust Lab en St. Olaf College, explicó al NYT que el cerebro humano toma decisiones sobre la apariencia y la confiabilidad de un desconocido en apenas una décima de segundo.
“Esto ocurre cuando apenas eres consciente de que has visto una imagen”, detalló Valdesolo.
Este proceso automático responde a mecanismos evolutivos que permitieron a los seres humanos evaluar rápidamente posibles amenazas o aliados. Sin embargo, en la vida moderna, esta tendencia puede llevar a emitir juicios superficiales y erróneos sobre las personas que nos rodean, sin considerar la complejidad de sus circunstancias.

Sanam Hafeez, neuropsicóloga en Nueva York, mencionó al medio norteamericano que el juicio frecuente puede tener efectos adversos. “Eso puede reducir la empatía de la otra persona, hacerte menos receptivo a nuevas perspectivas y dejarte más propenso a respuestas reactivas”, advirtió. Además, investigaciones citadas por Hafeez sugieren que cuanto más se juzga, peor se siente uno mismo.
El hábito de juzgar no solo afecta a quienes son objeto de la crítica, sino también a quien la emite. Según Hafeez, la reducción de la empatía es una de las principales consecuencias. Al centrarse en los defectos o comportamientos ajenos, las personas pueden volverse menos abiertas a comprender realidades distintas a la propia.
La especialista también señaló que el juicio constante puede generar malestar personal. “El juicio puede revelar más sobre nuestras propias inseguridades que sobre el verdadero carácter de la otra persona”, afirmó Hafeez.
En muchos casos, juzgar a otros funciona como una forma de autoconfirmación, una manera de convencerse de que uno está actuando correctamente.
Valdesolo añadió que los juicios pueden enmascarar sentimientos como la envidia, lo que lleva a menospreciar a otros para sentirse mejor consigo mismo. Esta dinámica, lejos de aportar bienestar, tiende a reforzar emociones negativas y a dificultar la conexión genuina con los demás.
Reconocer el momento en que se está juzgando a alguien es el primer paso para modificar este comportamiento. Hafeez recomendó mantener “una mirada vigilante” para distinguir entre una simple observación y un juicio cargado de significado personal.

Sugirió que, ante la sospecha de estar juzgando, las personas se detengan y se pregunten: “¿Por qué esto me importa? ¿Estoy simplemente observando o estoy añadiendo mi propio significado? ¿Este pensamiento de juicio es realmente sobre esta persona o sobre cómo me siento yo mismo?”
Este ejercicio de autoevaluación permite identificar si el juicio surge de una reacción automática o si está vinculado a emociones personales no resueltas. Al tomar conciencia de este proceso, se abre la posibilidad de responder de manera más reflexiva y menos reactiva.
La autoexploración es una herramienta clave para comprender el origen de los juicios. Erica Schwartzberg, psicoterapeuta en Nueva York, compartió un ejemplo personal al medio estadounidense.
Tras dejar de consumir alcohol, notó que a veces juzgaba a quienes bebían en exceso. “Pienso: ‘¿Por qué necesitan esa tercera copa? Eso parece desordenado’”, relató.
Sin embargo, al detenerse a reflexionar, Schwartzberg reconoció que ese juicio no tenía que ver con los demás, sino con sus propios sentimientos. “Ver a alguien beber libremente, puede remover cosas y hacerme sentir separada”, explicó.
Este tipo de introspección ayuda a descubrir que, en ocasiones, el juicio hacia otros es una proyección de inseguridades, deseos o emociones no resueltas. Valdesolo también señaló que la envidia puede motivar comentarios condenatorios, una forma de intentar rebajar a otros para aliviar el propio malestar.
Transformar el juicio en curiosidad y empatía es una de las estrategias más efectivas para mejorar las relaciones interpersonales y el bienestar emocional. Hafeez recomendó a New York Times, que cuando surja la tentación de juzgar, se intente comprender la situación de la otra persona. “Una persona se debe cuestionar en lugar de asumir”, sugirió la neuropsicóloga.

La curiosidad, según Hafeez, contribuye a desarrollar la compasión. Por ejemplo, en lugar de pensar que un colega que no cumple con los plazos es descuidado, se puede considerar la posibilidad de que existan factores ocultos, como dificultades personales, que influyan en su comportamiento.
Schwartzberg añadió que la curiosidad permite reconocer la complejidad que existe en cada individuo, incluyéndose uno mismo. Al adoptar una actitud de apertura, se facilita la comprensión mutua y se reduce la tendencia a emitir juicios simplistas.