
Hay una máxima que sostiene que los países que han desarrollado programas nucleares militares nunca renuncian voluntariamente a ellos. Los bombardeos estadounidenses contra las instalaciones iraníes de Natanz, Isfahan y Fordow parecen confirmar esa afirmación. Sin embargo, la historia nos muestra que hubo, al menos, dos excepciones que confirman la regla.
En el contexto de la Guerra Fría, dos países africanos buscaron dotarse de armamento nuclear. Por un lado, el régimen del apartheid sudafricano desarrolló su propio programa autóctono, que contó con el apoyo secreto de Israel. Y, por el otro, la dictadura libia de Muamar Gadafi también buscó desviar tecnología nuclear para destinarla al uso militar.

En 1958, el director de la Junta de Energía Atómica de Sudáfrica, Ampie Roux, presentó sus planes al gobierno de Pretoria. Aprobado por el gabinete al año siguiente, el programa nuclear pacífico permitiría aprovechar las abundantes reservas de uranio del país y desarrollar sus capacidades científicas. Así fue como, en 1961, se inauguró el centro nuclear de Pelindaba y, en 1965, entró en funcionamiento el reactor de investigación Safari-1.
Sin embargo, a poco de andar, se demostró que las intenciones del régimen del apartheid eran otras. En 1971, se puso en marcha la construcción de la denominada “planta Y”, donde, siete años más tarde, se comenzó a enriquecer uranio. El 22 de septiembre de 1979, se produjo el denominado “incidente Vela” cuando un satélite estadounidense registró un doble destello de luz, compatible con una detonación nuclear, cerca de la isla del Príncipe Eduardo, frente a la costa sudafricana del Índico.

Las décadas del 70 y del 80 fueron decisivas para el insostenible régimen que gobernaba el país. El embargo de armas decretado por Naciones Unidas y las sanciones de distintos organismos internacionales obligaron a las autoridades de Pretoria a encarar un proceso de transición a la democracia.
En el ínterin, el programa nuclear secreto siguió adelante, como revelaría al Parlamento el presidente Frederik de Klerk en 1993, cuando anunció su desmantelamiento y la entrega de las seis armas nucleares desarrolladas. Dos años antes, el país había ingresado al Tratado de No Proliferación (TNP) y, tras algunas dificultades iniciales, los inspectores del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) pudieron verificar el cumplimiento de los compromisos de las autoridades sudafricanas.

En diciembre de 2003, cuando el régimen libio del coronel Muamar Gadafi buscaba salir de su aislamiento internacional, hizo un anuncio que sacudió el tablero. Al cabo de una negociación con funcionarios de Estados Unidos y el Reino Unido, el polémico líder aceptó poner fin a sus programas de armas de destrucción masiva. Se integró al TNP y aceptó las inspecciones del OIEA para verificar el cumplimiento de sus compromisos.
Si bien nunca llegó a producir armamento nuclear, Libia contaba con 4000 centrifugadoras y alrededor de 50.000 toneladas de material apto para la fabricación de artefactos de ese tipo. Entre ellas, recipientes que contenían hexafluoruro de uranio, que, de haber continuado el programa, podría haber sido sometido a un proceso de enriquecimiento.
El corazón de las actividades nucleares del país fue el Centro de Investigación Nuclear de Tajura, construido en los años 70. En 1981, alcanzó su criticidad el reactor de investigación IRT-1, de diseño soviético. El OIEA pudo determinar que entre 1978 y 1981, Libia importó 2263 toneladas de concentrado de uranio, conocido también como “torta amarilla” (yellowcake), que muy posiblemente procediesen del vecino Níger.
En 2004, un informe del organismo nuclear de Naciones Unidas pudo determinar que Libia llegó a producir pequeñas cantidades de plutonio de calidad militar. Sin embargo, el entonces director general del OIEA afirmó, tras encabezar las primeras visitas de sus técnicos a las instalaciones libias, que el país norafricano nunca estuvo cerca de construir un arma nuclear. Se presume que el programa, que también habría contado con la colaboración de la red del doctor Abdul Karim Khan –padre de la bomba atómica paquistaní– se encontraba aún en un estado rudimentario.

El Cono Sur también fue escenario de una silenciosa carrera nuclear que, afortunadamente, nunca llegó a traducirse en la adquisición ni fabricación de tecnología con fines militares. Lo cierto es que, entre los años 60 y 80, Argentina y Brasil avanzaron en sus respectivos planes, guardando celosamente los secretos sobre la tecnología utilizada. Nuestro país fue el pionero, con la construcción de la central nuclear Atucha I, inaugurada en 1974. Casi una década más tarde, en 1982, alcanzó su criticidad el reactor de Angra I, la primera central nuclear brasileña, que comenzó su operación comercial en 1985.
Ambos países se propusieron dominar todo el ciclo del combustible nuclear, que arranca con la obtención del uranio, su procesamiento, su conversión y el último paso, su enriquecimiento, que puede perfectamente responder a un uso pacífico de esta fuente de energía. Sin embargo, el hecho de que se tratara de dos países no firmantes del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) despertó suspicacias en la comunidad internacional.
En noviembre de 1983, menos de un mes antes de la asunción de Raúl Alfonsín, la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) anunció que el país había conseguido obtener uranio enriquecido a través del método de difusión gaseosa, desarrollado en la planta –hasta entonces secreta– de Pilcaniyeu, en la provincia de Río Negro. Casi tres años después, en septiembre de 1987, el gobierno de Brasil anunció que el país había logrado enriquecer uranio al 20 % en un complejo de la Armada.

Sin embargo, con la consolidación de la democracia en ambos países, la construcción de confianza y reciprocidad en materia de información y transparencia echó por tierra cualquier suspicacia. Tras el puntapié dado por Alfonsín y su par brasileño José Sarney con la Declaración de Iguazú en 1985, cada uno de los mandatarios invitó a su par a visitar las instalaciones de enriquecimiento de uranio para demostrar la confianza mutua.
Sarney visitó el Complejo Tecnológico de Pilcaniyeu el 16 de julio de 1987, mientras que Alfonsín hizo lo propio en el Centro Experimental de Aramar de la Marina brasileña, en el municipio paulista de Iperó, el 8 de abril de 1988. En esta última ocasión, los gobiernos firmaron una declaración, remitida a Naciones Unidas, en la que destacaron el “compromiso inamovible de ambas naciones de utilizar la energía nuclear para fines pacíficos”.
Posteriormente, los gobiernos de Carlos Menem y Fernando Henrique Cardoso sellaron este cambio de rumbo con la adhesión de ambos países en el TNP, al que Argentina entró en 1994 y Brasil en 1998. En este contexto, un hecho inédito a nivel internacional fue la creación, en 1991, de una institución bilateral encargada de velar por la transparencia en los respectivos programas nucleares y sus fines pacíficos.
La Agencia Brasileño-Argentina de Contabilidad y Control de Materiales Nucleares (ABACC), integrada por representantes de las Cancillerías y de los entes reguladores del sector en ambos países, lleva ya más de tres décadas de funcionamiento. Cuenta, además, con la facultad de realizar inspecciones y funciona, en los hechos, como un mecanismo de salvaguardias mutuas.