
En un árido campo de trigo recién sembrado en Australia Occidental, Curtis Liebeck hunde los dedos en la tierra arenosa y la deja caer. El color claro del suelo contrasta con la tierra fértil de regiones más húmedas como el norte de Francia o Kansas. Aquí, a unos 300 kilómetros de Perth, las lluvias son escasas y cada gota cuenta: en los últimos 30 años, la temporada de cultivo ha perdido cerca de un 20% de sus precipitaciones. Y sin embargo, Liebeck ha logrado lo impensado: duplicar sus rendimientos desde 2015.
A sus 32 años, este joven agricultor representa una silenciosa revolución agraria. Pese al aumento de la aridez y las temperaturas, Australia produce hoy unas 15 millones de toneladas más de trigo al año que en los años 80, una mejora que equivale al 7% del comercio global de este cereal y que supera la producción anual del Reino Unido. Los datos del Departamento de Agricultura de Estados Unidos muestran que la productividad australiana crece por encima de potencias como Estados Unidos, Canadá y Europa, donde el rendimiento comienza a estancarse o incluso a caer.
La clave del “milagro australiano” no es una sola. Desde la década de 1980, el país ha aplicado una combinación de innovaciones: variedades de trigo adaptadas, nuevas prácticas de siembra, gestión avanzada del suelo y un sistema de investigación aplicada poco frecuente en el mundo, con escasos subsidios y una cultura de eficiencia forzada por el clima.
Esta transformación fue reconstruida por Reuters a partir de entrevistas con más de 20 científicos y agricultores, visitas a granjas y centros de investigación, y el análisis de estudios académicos y décadas de datos climáticos.

Australia no es el mayor productor mundial, ni tiene los suelos más fértiles. Pero tiene dos ventajas decisivas: una población reducida que permite exportar buena parte de lo que produce, y un clima hostil que empujó a los productores al límite de la innovación.
“Imaginen arena de playa”, resume Tress Walmsley, directora de InterGrain, empresa que desarrolla semillas adaptadas al terreno australiano. Los suelos suelen ser pobres, tóxicos y repelentes al agua. Y como la lluvia cae más en verano, cuando no hay cultivos, y menos en invierno —cuando se siembra—, el estrés hídrico es permanente.
Fue esa escasez la que activó el cambio. En 1984, los científicos Reg French y Jeff Schultz calcularon que era posible obtener 20 kilos de trigo por hectárea por cada milímetro de lluvia durante la temporada de cultivo (abril a octubre), unas cuatro veces más de lo que se lograba entonces. Ese número se convirtió en un faro.
“La pregunta era: ¿cuánta eficiencia logramos por cada gota de agua?”, explica John Kirkegaard, científico del CSIRO, el organismo de investigación australiano. Para avanzar hacia ese objetivo, los agricultores adoptaron técnicas como la siembra directa (no-till), que evitó el arado anual, preservó la humedad y redujo la erosión. Aunque la práctica nació en Estados Unidos tras el Dust Bowl, fue en Australia donde despegó: pasó del 5% en los 80 a más del 90% en zonas como Australia Occidental.
Pero el no-till trajo un problema inesperado: la compactación del suelo por el paso de maquinaria. La respuesta fue reestructurar profundamente la tierra, aplicando cal para reducir la acidez y usando herramientas como el “deep ripper”, una estructura con garras metálicas que remueve capas hasta 84 centímetros de profundidad. Liebeck estima que esta técnica puede elevar el rendimiento entre un 36% y un 50%.
En paralelo, los agricultores rotaron cultivos con canola y lupinos —la superficie de canola creció de 50.000 a 3,5 millones de hectáreas— y adelantaron las fechas de siembra entre dos y cuatro semanas, incluso con los suelos aún secos, para sincronizar la floración con la disponibilidad de agua.

Los resultados son notables: en los años 80, Australia Occidental producía 3,3 kilos de trigo por milímetro de lluvia. Hoy, la cifra es 9,3. Las exportaciones se duplicaron y alcanzan más de 20 millones de toneladas anuales, con mercados clave en Asia y Medio Oriente. El incremento ha contenido los precios globales: pese a que hoy hay 3.500 millones más de personas en el mundo que en los 80, el trigo solo subió de 3,50 a 5,50 dólares por bushel, muy por debajo de la inflación acumulada.
Una interrupción grave en la producción australiana podría tener un impacto significativo. “Australia representa una proporción similar a la de Ucrania antes de la guerra”, advierte Dennis Voznesenski, del Commonwealth Bank. Cuando Rusia invadió, los precios del trigo se dispararon un 60%.
Pero todavía hay espacio para mejorar. Kirkegaard cree que los rendimientos teóricos podrían subir hasta los 30 kg por mm de lluvia. Investigadores están desarrollando variedades con coleóptilos más largos —la cubierta que protege el brote— que permitirían sembrar más profundo, donde aún queda humedad. Esto podría aumentar la productividad en un 20%, y las primeras variedades comerciales podrían estar disponibles en cinco años.
Además, se están experimentando mezclas de suelo con arcilla, compost y yeso para crear terrenos “ideales”. El productor Ty Fulwood mostró a Reuters sus campos con franjas modificadas para probar distintas combinaciones. Fulwood reconoció que la inversión es costosa, pero sostiene que, si se logra duplicar la productividad, el interés de los inversores no tardará en llegar.

Aun con todos estos avances, el trigo sigue siendo sensible al calor. El aumento de temperatura y la irregularidad de las lluvias están afectando su ciclo de vida y acelerando la evaporación.
En 2017, el investigador Zvi Hochman calculó que el rendimiento máximo posible había caído un 27% entre 1990 y 2015. “Podemos acercarnos al 80% del rendimiento potencial, pero más allá, con este clima, ya no es rentable”, advirtió.
Además, la intensificación de la producción plantea desafíos ambientales: el uso extendido de herbicidas puede generar resistencia en las malezas y contaminar los suelos, mientras que los fertilizantes nitrogenados —aunque menos utilizados que en otros países— requieren gas natural para su fabricación, lo que implica emisiones.
“Estamos alterando un sistema natural. Debemos ser prudentes”, advirtió el investigador Azam. “Pero hasta ahora, los beneficios superan los riesgos”.
Aunque el rendimiento promedio sigue por debajo de países como China (5,9 t/ha), el Reino Unido (7,3 t/ha) o EE.UU. (3,5 t/ha), la evolución australiana ha sido notable, sobre todo porque no contó con grandes subsidios. De hecho, Australia tiene una de las políticas agrícolas menos subsidiadas del mundo, según la OCDE.
En lugar de apoyo directo, los fondos se canalizan a través de la Grains Research and Development Corporation (GRDC), creada por ley en 1990. Los productores aportan el 1% de sus ingresos y el gobierno lo complementa. Lo distintivo es que los comités que deciden las investigaciones incluyen agricultores, científicos y empresarios, lo que garantiza soluciones adaptadas al terreno real.
“Muchos países miran nuestras tecnologías para ver si pueden aplicarlas en sus tierras”, dijo Greg Rebetzke, del CSIRO, mencionando a Canadá, India, Bangladesh y África subsahariana. Pero pocos replican el modelo australiano. En Europa, dice Kirkegaard, muchos científicos nunca hablan con un agricultor.
Mientras tanto, en su finca rodeada de eucaliptos, Curtis Liebeck sigue sembrando optimismo. En 2023, registró el nivel de lluvias más bajo en medio siglo, pero aún así logró una tonelada de trigo por hectárea. Su padre, Ken, confesó que en condiciones similares, en los años 2000, apenas habría cosechado 400 kilos.
“El desafío de producir más con menos lluvia me entusiasma”, afirma Liebeck. “Soy optimista”.
(Con información de Reuters)